SUPERANDO LAS CULPAS DEL PASADO
Nada obstaculiza tanto nuestra oración
como nuestros pecados. Debemos aprender a vivir una vida santa en la presencia
del Señor y rechazar todo aquello que sabemos es pecado, pues si lo toleramos o
lo tomamos a la ligera, nuestras oraciones serán estorbadas.
Cuando
uno sabe que le ha hecho mal a alguien y lo ha ofendido, tiene un poderoso
elemento de disuasión para tener una conversación íntima y cercana con esa
persona; la culpa le produce deseos de huir. Una avergonzada primera pareja se
escondió entre los arbustos al oír los "pasos" de Dios en el jardín.
Cuando
sentimos la culpa de un pecado no confesado, una de las primeras víctimas es el
deseo de orar. Esta es la belleza de la relación con nuestro Dios: que
no se basa en nuestro desempeño y conducta, sino en su gracia, es decir, en su
decisión de amarnos y perdonarnos de manera incondicional.
Jesús
vino a esta tierra no para imponerles medallas a superestrellas espirituales,
sino a rescatar a necios y avergonzados pecadores como usted y como yo; él dijo
una vez:
"Venid
a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar"
(Mateo 11:28 – La Palabra Versión Española).
Cuando
usted es consciente de sus faltas, cuando su conciencia lo enferma por dentro,
cuando está demasiado avergonzado para orar, es el mejor momento para orar y
pedir el perdón que fue comprado para usted, para un momento así.
La
misericordia de Dios es más grande que su pecado; él nunca desprecia un corazón
contrito y humillado:
“El
sacrificio que te agrada es un espíritu quebrantado; tú, oh Dios, no desprecias
al corazón quebrantado y arrepentido.” (Salmos
51:17 - NVI)
De
hecho, su especialidad particular es la curación de los corazones rotos y
proporcionar descanso a los espíritus inquietos.
Si deseamos ser hombres y mujeres de oración, debemos
eliminar minuciosamente todo el pecado de nuestras vidas. Hemos vivido en el
pecado por mucho tiempo y, si queremos ser liberados totalmente de él, debemos
confrontarlo con toda seriedad. Tenemos que acudir a Dios y confesar todo
pecado, poniéndolo bajo la sangre, rechazándolo y apartándonos del mismo.
Entonces, nuestra conciencia será restaurada. Una vez que la
sangre nos limpia y nuestra conciencia es restaurada, nuestro sentimiento de
culpa desaparece y espontáneamente contemplamos el rostro de Dios. No le demos
ninguna oportunidad al pecado, porque esto nos debilitará delante del Señor. Si
estamos débiles, no podremos interceder por otros.
Siempre y cuando el pecado permanezca, no seremos capaces de
decir nada en nuestra oración. El pecado es nuestro problema número uno, y en
todo momento, incluso a diario, debemos permanecer alertas para reconocerlo en
cuanto surja. Si, delante del Señor, uno toma las medidas pertinentes con
respecto a sus pecados, entonces podrá interceder por otros y conducirlos al
Señor.
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